¡Corred veloces, caballos de pies de fuego! ¡Galopad allá donde Febo duerme!
Un auriga como Faetón, a latigazos
los habría llevado ya hasta el Ocaso
para traerme las nubes de la noche.
Los amantes celebran sus ritos
sólo con la luz de su belleza
pues el amor, siendo ciego, busca la noche.
Ven, matrona sabiamente enlutada,
y enséñame a perder ese juego que juegan dos inocentes.
Cubre la sangre indómita que arde en mis mejillas
con un manto de tinieblas,
hasta que el tímido amor se decida,
y amar no sea sino pura inocencia.
¡Ven, dulce noche, amor de negro rostro!
Dame a mi Romeo y, cuando muera, tómalo,
y haz de sus pedazos estrellas diminutas
que iluminen el rostro del cielo,
de modo que el mundo entero ame la noche,
y nadie rinda ya tributo al sol radiante.
William Shakespeare.
Madrigal de las Altas Torres (Ávila). Septiembre de 2008.